30/12/2020 2 Comentarios Olivia y el marEn sus cuatro años, Olivia es como cualquier niña de su edad: le gustan los unicornios, las princesas y las sirenas. Unos días es una super heroína, otros una artista que baila y canta, y otros, la madre de una infinidad de muñecas y peluches. A veces es todo eso en el transcurso del mismo día. Es decir, es una niña de cuatro años. En el mar, quería ser una sirena, como sería obvio. Y caminamos al mar, de la mano, en una tarde que ya casi era noche, y abrazados nos reímos mientras el agua caliente nos mojaba la ropa que, en rigor, era para caminar un rato y no para entrar al agua. En esa edad, y más aún viviendo a largas seis horas del mar, pasar tiempo en él se hace parte inevitable de cada día.
Así, al día siguiente, con un cielo completamente azul y sin el menor trazo de nube, y por lo tanto, con el sol brillando con todo su ecuatorial esplendor, entramos nuevamente al mar. La playa estaba despejada porque el calor era agobiante y quienes superaban los cuatro años, y quienes eran más firmes con sus hijos pequeños, habían buscado refugio dentro de sus casas. Nosotros no… y entramos al mar. Mientras las olas comenzaban a golpearnos levemente, me preocupaba por pensar cuanto tiempo había pasado desde la última vez en que le puse protector solar y si mi mano la agarraba con suficiente fuerza frente a las olas que venían. Pero medio minuto después, y con el agua en las rodillas Olivia escalaba por mis piernas y en dos movimientos más estaba en mis brazos. Entonces me incliné de manera que las olas se vieran más grandes de lo que realmente eran. Desde niño me había gustado jugar con la perspectiva, y sabiendo que eso le provocaba un poco de susto y mucha emoción, hice lo mismo con Olivia. Y venían, una tras otra, olas de todos los tamaños, y nos golpeaban, y reíamos, y a ratos las resultaban ser más grandes o aparecían desde un costado que no veíamos, y entonces se nos metía agua salada en la boca, en los ojos, nos quitaba el aire por dos segundos, y después reíamos más. Y el tiempo se detuvo, el calor agobiante desapareció y la playa se vació un poco más, e incluso el mar se convirtió en una gran piscina salada por unos segundos mientras tuvimos esta conversación: - ¿Qué tal si viene una sirena y nos invita a acompañarle? - le dije, jugando todavía. - No papi, no hace falta que venga una sirena. Su respuesta fue definitiva y firme, sin el menor atisbo de juego. Desconcertado le pregunté por qué mientras veía sus ojos. - Porque somos del mar, y siempre volvemos al mar - respondió con la misma seguridad con que había rechazado mi pregunta, y lo dijo claramente, sin dejar el mínimo espacio para dudas, para re preguntas, para nada. Y mientras me decía esto con la definitiva certeza de quien sabe que existe la gravedad o que la luna no esta hecha de queso, yo veía sus ojos. Los ojos de Olivia son de un color café profundo y ríen cuando juega a ser una unicornia (así, en femenino) o les enseña cosas a sus muñecas, o con cualquiera de las cosas que hace cualquier niña de cuatro años. Pero en esta conversación sus ojos adoptaron otro brillo, proveniente de un lugar lejano y con la sabiduría del tiempo, como si el mar y todo lo que en el ha sucedido desde el inicio de los tiempos remitiera un mensaje a la pequeña niña que jugaba con su papa a evitar sin éxito el sucesivo golpe de las olas. Esa energía y esa luz especiales duraron exactamente los segundos de este diálogo. Después vino una ola, Olivia rio mientras yo intentaba memorizar lo que acababa de suceder porque no podía - aún no puedo - entenderlo en su compleja totalidad. Para ella, esto ya había pasado. Tal vez es mejor así, pues habrá algún momento cuando lo entendamos todo, cuando volvamos al mar.
2 Comentarios
Ana M. Paredes
9/1/2021 06:29:14
Que hermosa reflexión de una hermosa pequeñita 🤗
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Patricio Enríquez
9/1/2021 17:36:04
Tierno y emotivo relato nacido de la inocente expresión de una niña que, en brazos de su padre y jugueteando con el vaivén de las olas, se sabe dueña del mar.
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