12/11/2023 0 Comentarios GrisSus rutinas son perversas con él mismo. No es más que un burócrata, enredado en una máquina que lo aplasta y a la que le resulta indiferente. Su vida es una sucesión de hechos irrelevantes que anteceden y suceden a otros, nimiedades que se suman hasta el infinito. Hay dolor en esa existencia en la que no logra distinguir la luz del día o la oscuridad de la noche; esa obstinada sucesión de horas, hechos y personas no significan nada porque al final todo le es irrelevante.
Antes encontraba una dosis de gozo en dormir. Hoy se despertó media hora antes de que su teléfono anunciara la hora de levantarse. Cansado mira la hora y con los ojos vacíos abre la aplicación de mensajería con la esperanza de que durante la madrugada y desde algún lugar, ya no importa si cercano o no, le haya escrito. Eso significaría que no esta tan solo. Su dedo aprieta el icono. Mira a su lado. La cama esta vacía como hace tanto tiempo. Tuerce ligeramente su boca. Se ilumina la pantalla al abrirse la aplicación. Quitó las notificaciones de mensajes nuevos porque quería, de alguna forma, recuperar la emoción que sentía, décadas atrás, cuando inesperadamente llegaba una carta por el correo “normal”. Recuerda escuchar el sonido atenuado del papel rozando contra la madera de la puerta, deslizándose con decisión hasta traspasar el umbral y con ello, sellar un contacto que venía de lejos y con intención. Recuerda haber visto con emoción las ocasiones en que estaba allí cuando llegaban las cartas. O cuando, luego de un día cualquiera, entraba y había una carta esperándolo justo en el espacio que quedaba entre la puerta y el rodapié. Lo primero que veía eran los sellos. Luego las letras redondas, cuidadas, que daban su nombre y dirección. La emoción de agacharse y recoger esos pocos gramos de papel que traían letras lejanas, sobre lugares aún más lejanos, pero que relataban una emoción que él quería creer cercana. No hay ningún mensaje nuevo, salvo los de siempre: la gente del edificio que se queja de algún vecino que hace fiesta, el grupo en el que alguien reenvía por enésima vez un chiste malo o la mala noticia del día. Todo igual. Nadie relevante escribió. Soñoliento se levanta y va al baño. Es la rutina. Pone un programa de radio en el teléfono y, sentado, mira “todo” lo sucedido en el lejano perfecto mundo de las redes sociales. Sin emoción, mira el anuncio silencioso de que llegó un mensaje directo. Sabe que no es nada, pero quiere creer que habrá algo más interesante. Recuerda cuando a las cartas de papel les sucedieron los primeros correos electrónicos. “La tecnología es maravillosa…” recuerda que decía el asunto del primero que recibió de ella. Y fue la misma emoción que cuando escuchaba el papel rozar la madera rápida y decididamente, mientras se deslizaba al interior de su casa. La leía mil veces y se la imaginaba acomodándose sus lentes mientras sus dedos largos, que el añoraba enlazados en los suyos, tecleaban rápidamente esas cinco líneas en las que ofrecía contarle más cosas, más a menudo, porque ahora ya podía hacerlo, la tecnología los acercaba. La respuesta inmediata y la angustia de esperar, tres días, a veces cuatro, a veces hasta una semana, para recibir una respuesta. El ingresaba al correo en cada ocasión que podía, varias veces al día. A veces, apenas veía un café internet entraba solo para comprobar si había un nuevo correo. Abre la llave, sube el volumen de la radio. Es un programa irrelevante, en el que hablan sobre cosas que no le importan en absoluto. Ni siquiera son graciosos. Se acostumbró a oírlos porque son voces humanas que no pretenden ser serias. No es un noticiero, pautado, ordenado, impersonal. Es gente que conversa, desordenadamente, de cosas que para el son irrelevantes pero que ellos lo toman con profunda seriedad. A veces quisiera poder apasionarse así sobre algo. Cambia momentáneamente a la radio con entrevistas políticas, piensa que es su obligación ciudadana saber que pasa en el país. Pocos minutos después se da cuenta que no pasa nada con el país. El noticiero de hoy es igual al de hace un mes, o al de hace cinco años, cuando empezó todo. Toca el agua, muy caliente, la enfría un poco y entra. Cierra los ojos. Se acuerda del salto que daba su panza cuando aparecía la notificación de que ella se había conectado en el servicio de mensajería instantánea. Medianoche, a veces más allá de medianoche. Se conectaba desde el otro lado del mundo, y el detenía sus pretensiones académicas a la espera de que ella escribiera primero. Generalmente no pasaba, y, entonces, le escribía primero. Generalmente las respuestas eran escuetas, pocas líneas tras las que se desconectaba, aunque el sabía que estaba allí, del otro lado. Una noche ella escribió primero y él comenzó a temblar como si todo el frío de ese invierno hubiera penetrado en su cuerpo; en realidad la emoción de “eso” que era lo más cercano a encontrarse nuevamente con ella enviaban escalofríos por todo su cuerpo. Ella le contó su tristeza, su ruptura, y él, adolorido por lo que siempre se negaba a aceptar, no podía hacer nada más que escribir. E hizo eso, hasta que salió el sol. No supo de ella por mucho tiempo más y de esa noche solo le quedó una foto que ella le compartió, en segundo plano. Quien la tomó estaba más interesado en la selva, las ruinas, el entorno. Ella era un punto de color tan lejano que al acercarla se convertía en una infinidad de pixeles que frustraban el intento de tenerla un poco más cerca. La ronda de comerciales inició. Señal de que habían pasado algo más de 20 minutos y que debía salir. Se secó, se vistió con lentitud y desgano. Una camisa arrugada y pantalones desgastados. Daba igual. Preparó el café, tostadas, huevos. Recordó otros días, otras emociones. “Me encanta desayunar”, decía una voz alegre, el recuerdo de otra mujer que llegó y le provocó todas las emociones que se apagaron cuando no llegaron más mensajes, correos electrónicos o de los otros. Y con ella renacieron las cartas, los mensajes, y como la tecnología evolucionó, también fotos, videos, videollamadas, pero, sobre todo, la realidad. Esa era una gran diferencia, pensó él. Ese mundo tenía luz y otra fuerza. El desayuno, después de largas noches de hacer el amor, tenía sabores delicados, intricados, distintos. Se esforzaba por agregar cosas diferentes a los huevos, comprar café de orígenes distantes, panes de masas artesanales y compleja elaboración, frutas…sabores que coincidieran con la plenitud que asumía definitiva. Preparó el café que compró en la tienda, cualquier marca, sabor quemado. No importa, era el que había y era barato. Tostadas con pan producido en masa, blanco, desabrido, anónimo, un no – pan, lo bautizaría algún autor posmoderno. Huevos, por la costumbre, con sal y pimienta, nada más. Llegaron los conductores del otro programa de radio. Son más graciosos que los anteriores y de vez en cuando le arranca un dejo de risa. Los oye mientras sus ojos pasan por alguna noticia en el teléfono. Si alguien le preguntara de qué se trataba, no podría responder, pues no la lee, solo hace el gesto, para tranquilizar sus propias expectativas. Se imaginaba haciendo grandes cosas, de la mano de alguna de las mujeres que amó y que le amaron. Sabía del mundo, del arte, de la vida. Tenía decisión y un magnetismo especial. Escuchaba música y podía hablar indistintamente de jazz o de pop, asistir a una obra de opera o a un concierto de rock. Se imaginaba en el centro de un movimiento que lograra articular el arte, la política, la filosofía, creía que podría ser una especie de Leonardo Da Vinci. De hecho, así bautizó a su proyecto de vida. Le gusta la imagen del balance precario: una roca diminuta, débil, que logra mantener, por el costado más pequeño, a una gran roca. Y durante largos años, a veces siglos, ese encuentro imposible desafía la lógica y la gravedad. Su “Proyecto Da Vinci”, era un nombre rimbombante para lo que quería que fuera su vida, pero su viabilidad dependía de con cuánta fuerza él podía empujarlo. Cada ruptura, cada alejamiento, cada mensaje no respondido, cada nota de voz no enviada, minó el equilibrio. Llegó un día de despedida. Dos formas divergentes de entender el mundo, y no quedaron más que desayunos normales, que poco a poco perdieron su emoción. La gran roca cayó sobre la pequeña. Realidad, le dicen. “Así es la crisis de los cuarenta”, recuerda que le dijo un conocido hace unos días, cuando cansado de su soledad decidió contarle su angustia a la primera persona que le prestó atención. No hizo diferencia saber lo que ya sabía. Cerró la aplicación de la radio, se puso zapatos y metió llaves, celular y billetera en los bolsillos de su saco. En silencio salió de casa. En silencio, nunca tenía de quien despedirse. Sacó enseguida del bolsillo el celular, con una esperanza similar a la que tenía siempre al despertar, aunque a esta hora sabía que ese era un deseo fallido. Recordaba cuando en una época, en cualquier momento de la jornada de trabajo le llegaba un mensaje de amor, deseándole éxito, que las cosas se resuelvan bien, o solamente un te amo, te extraño, te espero en casa para comer algo rico. Sin despegar los ojos de la pantalla subió al ascensor y luego al auto. Todas las aplicaciones sirven para dispersar la mente, así es que en ese trayecto vagó de estos recuerdos a pequeños pedazos de noticias, fotos de (des) conocidos, videos de tragedias, y peleas virtuales por las cosas más absurdas. Manejó, parqueó, subió a su oficina. Tomó su puesto e hizo lo de siempre. Ni siquiera importa qué. Lo hace desde un tiempo en que todo era tan distinto, y sin embargo, esto no cambia. La reiteración provoca especialización, dice la teoría. No provoca nada más, por lo tanto, saber tanto no garantiza tranquilidad, menos plenitud. Ni siquiera almuerza, pierde tiempo, aunque no sabe exactamente para qué quiere ganarlo. Termina el día, maneja de regreso. Ya ni siquiera le molesta el tráfico. Entra a casa agotado y piensa en todas las otras vidas que no tuvo. Se queda sin energía solo de pensarlo. Comerá lo que sea que tenga, o pedirá, una vez más, mucha más comida de la que puede comer. Da lo mismo. En algún punto se quedará dormido, del mismo costado en que dormía siempre, no traspasará esa frontera de la cama, aunque si lo hiciera, solo encontraría sabanas perfectamente estiradas, frías. Mañana despertará antes de que su teléfono se active. En la gris luz del amanecer, todo empezará otra vez.
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Noviembre 2023
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