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Cuentos, ideas.

25/8/2024 0 Comentarios

Civic 75

Sonó el timbre y salí corriendo. Era más o menos la hora que acordamos con mi papá. Casi siempre llegaba a tiempo; más o menos media hora después de lo que me había dicho, pero ese era nuestro acuerdo de siempre, siempre entendido, nunca enunciado. Años más tarde me costó comprender que no todos tenían esa media hora de tolerancia, pues para mi, para nosotros, era lo normal.

Salí y allí estaba, con su inseparable traje azul, la camisa blanca. En esa época ya se había liberado de la corbata, lo que nunca sucedió con el traje, hasta el último día. Lo vi parado junto a la reja negra que a lo
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largo de muchísimos años había sido colonizada por una abundante bugambilla de un púrpura intenso que separaba nuestra casa de la calle, y que marcaba la línea divisoria entre los diversos momentos de mi vida. Alto, gordo - como era en esos años - y con una sonrisa bondadosa y pícara que hacía que brillaran sus ojos, como si fuera un niño. 

Tras el, estaba ese auto que no correspondía con quién era el. Pequeño, gris claro, atravesado por unas líneas que lo marcaban claramente como un auto de carreras: celeste, roja y blanca. Amplió su sonrisa y cambió el saludo por un "¿Te gusta?". Yo intuía algo, pero no lo comprendía. Acerté a abrazarlo porque sabía que de todas maneras era algo bueno, mientras esperaba alguna explicación. Como casi todo con el, la explicación implicaba una telaraña de amigos, conocidos y gente de la más diversa naturaleza. En este caso, era un viejo compañero de escuela, que ahora se dedicaba a las carreras de autos. Necesitaba hacer arreglos en el auto que ahora usaba para correr, y tenía que vender este, rápido. Mi padre no tenia auto en ese momento, y coincidieron, lo compró, y como le gustaban las sorpresas, nunca me había contado siquiera de este plan. 

Nos fuimos a pasear. Desde ese día, recorrimos miles de caminos, sin importar si fueran pavimentados, de tierra o de piedra. Cada momento en que nos veíamos, descubríamos ignotos espacios de la ciudad, un campo de un verde intenso e infinito, y el paisaje de la ciudad, generalmente a nuestros pies. Ese pequeño auto subía sin problema todas las montañas, atravesaba cualquier camino, y nos llevaba, con paciencia de un sitio a otro, utilizando  las inagotables historias, reales, fantásticas, literarias o genealógicas, que mi padre me contaba sin parar. 

Crecí y me interesaba la literatura. Los libros que me prestaba comenzaban con los dos sentados en algún prado, dentro del auto; el leía el primer capítulo y me lo entregaba. Desde allí, cada paseo incorporaba los comentarios de cómo avanzaban las historias, y mis preguntas frecuentes de qué significaban algunas palabras. Eso era más interesante que ir al diccionario. En ese auto también me enseñó a manejar. Cada lección comenzaba con una explicación de a dónde iríamos mientras salíamos de la ciudad y comenzaba a crecer mi ansiedad por sentarme y mover esa rápida y poderosa maquina. Casi siempre, cada lección terminaba con un sánduche de pollo, su favorito.

Llegó la época de su migración y mi adolescencia. A la distancia, me encargaba que lo encienda una vez por semana. Un día lo robe y busqué a mis amigos, para pasear por la ciudad, a pesar del riesgo que eso implicaba. Nunca le conté, pero creo que lo intuía. En mi cumpleaños 16, mis amigos se dieron modos para entrar todos e irnos a comer hamburguesas y papas fritas a pocas cuadras de mi casa: tres adelante, tres atrás, y el séptimo y más alto, acostado encima de los tres de atrás, con los pies saliendo por una ventana y la cabeza por la otra. 

Cuando comencé la universidad me lo regaló. Envejecía lenta y silenciosamente, pero mantenía sus arrestos de fuerza, y sin duda la fidelidad que lo caracterizaba, pues nunca dejó de funcionar en un momento crucial. En algún punto de esos años perdió sus líneas celeste, roja y blanca, y quedó solamente de un gris claro. Ese auto me llevó a mi primer trabajo y a la casa de mi primera novia. Sus problemas comenzaban a multiplicarse y en algún momento lo vendí. Mi pragmatismo de los veinte contrastaba con la tristeza que le atravesaba a mi padre por tener que hacerlo, mientras yo argumentaba que lo nuevo (o por lo menos algo más nuevo) era mejor. 

Ahora, cada vez que miro uno parecido, intento contarle a mi hija sobre los lugares que visité, las historias que su abuelo me contaba. Me percato en cada ocasión que son menos los que circulan las calles, y sin embargo, guardo la esperanza de verlo en la calle, reconocer sus placas, y detener a su nuevo dueño para pedirle que me lo venda. El tiempo no regresa, pero cuando en una farmacia vi un pequeño auto de juguete del mismo modelo, aunque de otro color, lo compré: mi hija me veía con ojos brillantes y emocionados, mientras la cajera no entendía el por qué de la emoción del hombre de más de cuarenta que se emocionó comprando ese juguete. 

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29/9/2015 0 Comentarios

¿Por qué renegamos?

​Internet tiene cosas maravillosas, pero hay algo novedoso: la imbecilidad por primera vez está organizada. Hubo imbecilidad siempre; imbéciles iban al bar, hacían públicas sus imbecilidades, pero es ahora cuando se organizan, con gran capacidad de contagio.
Javier Marías reniega de la actualidad en una entrevista en El País. La frustración que expresa no es novedosa para un amplio sector de la intelectualidad moderna que se cuestiona sobre las ventajas de la época, y todo lo que perdemos - acelerada, inexorablemente - en un momento histórico en que se considera a lo inmediato como el símbolo perfecto del progreso.

Por otra parte, Reyes Mate en La piedra desechada hace una reflexión sustancial sobre el progreso, la velocidad y los accidentes.

Partiendo de la "normalización" de la muerte de individuos en accidentes de tránsito, el autor se plantea la cuestión de la modernidad entendida como progreso, y este como velocidad. De allí que al ser los autos la materialización de tal velocidad, su existencia predominante sobre la vida es el equivalente a la comunión con el progreso. Es la muestra del compromiso que hacemos al ceder aquella parte de nuestra libertad - la de transitar sin riesgos vitales - para sumirnos al progreso. Pero la reflexión de Mate va más allá al señalar que el tema no queda allí. El sentido de la inmediatez nos invade, y por lo tanto aquello que no sucede en pocos segundos pierde su valor. Recordando la argumentación de Walter Benjamin, señala:
  • "Antes, el viajar constaba de partida, trayecto y llegada…Ahora solo hay un tiempo, el de la llegada." (Mate, 2011, p. 45)
  • "Se sacrifica el trayecto a la llegada, la experiencia a la vivencia y también el pasado y el futuro al presente."  (p.45)
  • "En el progreso hay una demanda de velocidad que es suicida porque su modelo es la instantaneidad que pone en peligro un bien espiritual como la experiencia, y un bien material como la vida." (p.47)

Internet en el siglo XXI, como lo fueron los autos en el XX, representa aquella vertiginosa velocidad hacia el progreso. La inmediatez intrínseca a su existencia provoca accidentes igual de graves que los marcados por Mate, y quizás de efectos más nocivos por el vasto impacto social que tienen.  Marías los compila bajo aquel sentido de imbecilidad organizada que, además, tiende a legitimarse en plataformas de amplísima difusión y nulo control. La creciente relativización de logros sociales y políticos - fruto de procesos prolongados en el tiempo -, como señala Marías, es sino de una época en la que la historia importa cada vez menos por serla antítesis de lo hegemónico, lo inmediato. 

Quizás si hay razón para renegar y por eso importa cada vez más lograr detener la cotidianidad para tomar un café y conversar, generar experiencias. Por otra parte, tampoco se puede negar la comodidad de la inmediatez que permite, por ejemplo, publicar estas palabras sin más mediaciones que la velocidad a la que puedo escribir. El reto reside, me parece, en lograr que las herramientas no superen a la esencia de las acciones. Internet - o el auto - no pueden ser más importantes que el deseo por decir algo, o por movilizarse entre dos puntos. 
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