26/1/2021 0 Comentarios ArtificiosEl viento sopla levemente, y con él, cientos de hojas caen en la pequeña laguna artificial que es hogar de unas cuantas decenas de koi. Cada hoja que cae en ella se convierte en un pequeño barquito que se aleja de su punto de llegada, arrastrado por una corriente que es indiscernible en su origen o final. Algunos niños se acercan a ver los peces, mientras los adultos se sientan en unas bancas levemente alejadas. Existe, casi siempre, una barrera etaria en todos los espacios: las bancas están usualmente dos pasos por detrás de donde suceden realmente las cosas. La novedad de la vida arroja inevitablemente a los niños al borde lodoso de la laguna, mientras lejos - cada vez más lejos - desde las bancas y los años, otras cuantas personas han olvidado el gozo de mojarse y enlodarse, y advierten severos en contra de esa inocente forma de vivir y disfrutar.
En otra parte del parque, el bebe que apenas sabe caminar, se levanta precariamente, parece un títere halado por inescrutables hilos, por un titiritero inexperto. Logra, finalmente, su equilibrio y da algunos pasos, y de repente, su mamá lo detiene, lo reencauza. Él se ríe y camina en la nueva dirección asignada. Cae. Reinicia la rutina, y tras algunos pasos será detenido por la abuela que emulará a su hija. En la normalidad de la escena de domingo en cualquier parte, hay, sin embargo dos marcadores perversos de los tiempos. Uno, ahora inevitable, son las mascarillas que usan todos los adultos y la mayoría de niños. El segundo, revela a la humanidad contemporánea en su sofisticado ejercicio de control de lo ignoto. En algún momento, un primitivo humano ideó una herramienta, una extensión de su propio brazo, para cazar o pescar. Transcurrieron los siglos, y en algún momento otro humano creó simulaciones de la realidad, e incluso, enseñó a sus propias invenciones a generar patrones de pensamiento equivalentes a aquellos humanos. En algún punto de ese tránsito, sin embargo, una raza de anti - genios creó calefactores de paños húmedos y especialísimos cortadores de esquinas de bolsas de leche. Y de entre los frutos de alguna fabrica china, surgió el césped artificial. Su sentido se explica en una cancha de futbol o en las pretensiones de decoración fácil que cualquiera podría tener. El bebe intenta escapar nuevamente, y en un descuido de su madre, lo logra por fin. Sus pies sienten brevemente el césped real y ante la picazón que le provoca ríe y descubre una nueva sensación que se imprimirá en su psiquis para siempre. Pero esta es breve. Enseguida madre y abuela lo levantan en el aire, y mientras una atomiza tanto alcohol en sus pies, que todo el aire alrededor cambia de olor, la otra desliza rápidamente - tristemente - la alfombra de césped artificial, plástico por encima del pedacito de césped real que momentos antes hacía cosquillas al bebe. Lo cubre, lo esteriliza. Y al mismo tiempo, mata la esencia del parque para el niño, y para quienes miramos impotentes el inicio del fin de los parques reales. El pequeño enclave verde, bajo altos edificios, es, un recordatorio del sentido de aquella evolución hacia evitar mojarnos los pies, tocar el césped, la satisfacción que surge tras limpiarse las magulladuras y seguir, corriendo, saltando, viviendo. El virus - el actual, los que vendrán - únicamente han profundizado el miedo primitivo que tenemos a lo desconocido, y, ha alimentado la inventiva, al absurdo punto de necesitar llevar césped artificial al parque en el que no se puede respirar el aire fresco tras la seguridad rancia de una mascarilla.
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Noviembre 2023
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