25/8/2024 0 Comentarios Civic 75
largo de muchísimos años había sido colonizada por una abundante bugambilla de un púrpura intenso que separaba nuestra casa de la calle, y que marcaba la línea divisoria entre los diversos momentos de mi vida. Alto, gordo - como era en esos años - y con una sonrisa bondadosa y pícara que hacía que brillaran sus ojos, como si fuera un niño.
Tras el, estaba ese auto que no correspondía con quién era el. Pequeño, gris claro, atravesado por unas líneas que lo marcaban claramente como un auto de carreras: celeste, roja y blanca. Amplió su sonrisa y cambió el saludo por un "¿Te gusta?". Yo intuía algo, pero no lo comprendía. Acerté a abrazarlo porque sabía que de todas maneras era algo bueno, mientras esperaba alguna explicación. Como casi todo con el, la explicación implicaba una telaraña de amigos, conocidos y gente de la más diversa naturaleza. En este caso, era un viejo compañero de escuela, que ahora se dedicaba a las carreras de autos. Necesitaba hacer arreglos en el auto que ahora usaba para correr, y tenía que vender este, rápido. Mi padre no tenia auto en ese momento, y coincidieron, lo compró, y como le gustaban las sorpresas, nunca me había contado siquiera de este plan. Nos fuimos a pasear. Desde ese día, recorrimos miles de caminos, sin importar si fueran pavimentados, de tierra o de piedra. Cada momento en que nos veíamos, descubríamos ignotos espacios de la ciudad, un campo de un verde intenso e infinito, y el paisaje de la ciudad, generalmente a nuestros pies. Ese pequeño auto subía sin problema todas las montañas, atravesaba cualquier camino, y nos llevaba, con paciencia de un sitio a otro, utilizando las inagotables historias, reales, fantásticas, literarias o genealógicas, que mi padre me contaba sin parar. Crecí y me interesaba la literatura. Los libros que me prestaba comenzaban con los dos sentados en algún prado, dentro del auto; el leía el primer capítulo y me lo entregaba. Desde allí, cada paseo incorporaba los comentarios de cómo avanzaban las historias, y mis preguntas frecuentes de qué significaban algunas palabras. Eso era más interesante que ir al diccionario. En ese auto también me enseñó a manejar. Cada lección comenzaba con una explicación de a dónde iríamos mientras salíamos de la ciudad y comenzaba a crecer mi ansiedad por sentarme y mover esa rápida y poderosa maquina. Casi siempre, cada lección terminaba con un sánduche de pollo, su favorito. Llegó la época de su migración y mi adolescencia. A la distancia, me encargaba que lo encienda una vez por semana. Un día lo robe y busqué a mis amigos, para pasear por la ciudad, a pesar del riesgo que eso implicaba. Nunca le conté, pero creo que lo intuía. En mi cumpleaños 16, mis amigos se dieron modos para entrar todos e irnos a comer hamburguesas y papas fritas a pocas cuadras de mi casa: tres adelante, tres atrás, y el séptimo y más alto, acostado encima de los tres de atrás, con los pies saliendo por una ventana y la cabeza por la otra. Cuando comencé la universidad me lo regaló. Envejecía lenta y silenciosamente, pero mantenía sus arrestos de fuerza, y sin duda la fidelidad que lo caracterizaba, pues nunca dejó de funcionar en un momento crucial. En algún punto de esos años perdió sus líneas celeste, roja y blanca, y quedó solamente de un gris claro. Ese auto me llevó a mi primer trabajo y a la casa de mi primera novia. Sus problemas comenzaban a multiplicarse y en algún momento lo vendí. Mi pragmatismo de los veinte contrastaba con la tristeza que le atravesaba a mi padre por tener que hacerlo, mientras yo argumentaba que lo nuevo (o por lo menos algo más nuevo) era mejor. Ahora, cada vez que miro uno parecido, intento contarle a mi hija sobre los lugares que visité, las historias que su abuelo me contaba. Me percato en cada ocasión que son menos los que circulan las calles, y sin embargo, guardo la esperanza de verlo en la calle, reconocer sus placas, y detener a su nuevo dueño para pedirle que me lo venda. El tiempo no regresa, pero cuando en una farmacia vi un pequeño auto de juguete del mismo modelo, aunque de otro color, lo compré: mi hija me veía con ojos brillantes y emocionados, mientras la cajera no entendía el por qué de la emoción del hombre de más de cuarenta que se emocionó comprando ese juguete.
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12/11/2023 0 Comentarios GrisSus rutinas son perversas con él mismo. No es más que un burócrata, enredado en una máquina que lo aplasta y a la que le resulta indiferente. Su vida es una sucesión de hechos irrelevantes que anteceden y suceden a otros, nimiedades que se suman hasta el infinito. Hay dolor en esa existencia en la que no logra distinguir la luz del día o la oscuridad de la noche; esa obstinada sucesión de horas, hechos y personas no significan nada porque al final todo le es irrelevante.
Antes encontraba una dosis de gozo en dormir. Hoy se despertó media hora antes de que su teléfono anunciara la hora de levantarse. Cansado mira la hora y con los ojos vacíos abre la aplicación de mensajería con la esperanza de que durante la madrugada y desde algún lugar, ya no importa si cercano o no, le haya escrito. Eso significaría que no esta tan solo. Su dedo aprieta el icono. Mira a su lado. La cama esta vacía como hace tanto tiempo. Tuerce ligeramente su boca. Se ilumina la pantalla al abrirse la aplicación. Quitó las notificaciones de mensajes nuevos porque quería, de alguna forma, recuperar la emoción que sentía, décadas atrás, cuando inesperadamente llegaba una carta por el correo “normal”. Recuerda escuchar el sonido atenuado del papel rozando contra la madera de la puerta, deslizándose con decisión hasta traspasar el umbral y con ello, sellar un contacto que venía de lejos y con intención. Recuerda haber visto con emoción las ocasiones en que estaba allí cuando llegaban las cartas. O cuando, luego de un día cualquiera, entraba y había una carta esperándolo justo en el espacio que quedaba entre la puerta y el rodapié. Lo primero que veía eran los sellos. Luego las letras redondas, cuidadas, que daban su nombre y dirección. La emoción de agacharse y recoger esos pocos gramos de papel que traían letras lejanas, sobre lugares aún más lejanos, pero que relataban una emoción que él quería creer cercana. No hay ningún mensaje nuevo, salvo los de siempre: la gente del edificio que se queja de algún vecino que hace fiesta, el grupo en el que alguien reenvía por enésima vez un chiste malo o la mala noticia del día. Todo igual. Nadie relevante escribió. Soñoliento se levanta y va al baño. Es la rutina. Pone un programa de radio en el teléfono y, sentado, mira “todo” lo sucedido en el lejano perfecto mundo de las redes sociales. Sin emoción, mira el anuncio silencioso de que llegó un mensaje directo. Sabe que no es nada, pero quiere creer que habrá algo más interesante. Recuerda cuando a las cartas de papel les sucedieron los primeros correos electrónicos. “La tecnología es maravillosa…” recuerda que decía el asunto del primero que recibió de ella. Y fue la misma emoción que cuando escuchaba el papel rozar la madera rápida y decididamente, mientras se deslizaba al interior de su casa. La leía mil veces y se la imaginaba acomodándose sus lentes mientras sus dedos largos, que el añoraba enlazados en los suyos, tecleaban rápidamente esas cinco líneas en las que ofrecía contarle más cosas, más a menudo, porque ahora ya podía hacerlo, la tecnología los acercaba. La respuesta inmediata y la angustia de esperar, tres días, a veces cuatro, a veces hasta una semana, para recibir una respuesta. El ingresaba al correo en cada ocasión que podía, varias veces al día. A veces, apenas veía un café internet entraba solo para comprobar si había un nuevo correo. Abre la llave, sube el volumen de la radio. Es un programa irrelevante, en el que hablan sobre cosas que no le importan en absoluto. Ni siquiera son graciosos. Se acostumbró a oírlos porque son voces humanas que no pretenden ser serias. No es un noticiero, pautado, ordenado, impersonal. Es gente que conversa, desordenadamente, de cosas que para el son irrelevantes pero que ellos lo toman con profunda seriedad. A veces quisiera poder apasionarse así sobre algo. Cambia momentáneamente a la radio con entrevistas políticas, piensa que es su obligación ciudadana saber que pasa en el país. Pocos minutos después se da cuenta que no pasa nada con el país. El noticiero de hoy es igual al de hace un mes, o al de hace cinco años, cuando empezó todo. Toca el agua, muy caliente, la enfría un poco y entra. Cierra los ojos. Se acuerda del salto que daba su panza cuando aparecía la notificación de que ella se había conectado en el servicio de mensajería instantánea. Medianoche, a veces más allá de medianoche. Se conectaba desde el otro lado del mundo, y el detenía sus pretensiones académicas a la espera de que ella escribiera primero. Generalmente no pasaba, y, entonces, le escribía primero. Generalmente las respuestas eran escuetas, pocas líneas tras las que se desconectaba, aunque el sabía que estaba allí, del otro lado. Una noche ella escribió primero y él comenzó a temblar como si todo el frío de ese invierno hubiera penetrado en su cuerpo; en realidad la emoción de “eso” que era lo más cercano a encontrarse nuevamente con ella enviaban escalofríos por todo su cuerpo. Ella le contó su tristeza, su ruptura, y él, adolorido por lo que siempre se negaba a aceptar, no podía hacer nada más que escribir. E hizo eso, hasta que salió el sol. No supo de ella por mucho tiempo más y de esa noche solo le quedó una foto que ella le compartió, en segundo plano. Quien la tomó estaba más interesado en la selva, las ruinas, el entorno. Ella era un punto de color tan lejano que al acercarla se convertía en una infinidad de pixeles que frustraban el intento de tenerla un poco más cerca. La ronda de comerciales inició. Señal de que habían pasado algo más de 20 minutos y que debía salir. Se secó, se vistió con lentitud y desgano. Una camisa arrugada y pantalones desgastados. Daba igual. Preparó el café, tostadas, huevos. Recordó otros días, otras emociones. “Me encanta desayunar”, decía una voz alegre, el recuerdo de otra mujer que llegó y le provocó todas las emociones que se apagaron cuando no llegaron más mensajes, correos electrónicos o de los otros. Y con ella renacieron las cartas, los mensajes, y como la tecnología evolucionó, también fotos, videos, videollamadas, pero, sobre todo, la realidad. Esa era una gran diferencia, pensó él. Ese mundo tenía luz y otra fuerza. El desayuno, después de largas noches de hacer el amor, tenía sabores delicados, intricados, distintos. Se esforzaba por agregar cosas diferentes a los huevos, comprar café de orígenes distantes, panes de masas artesanales y compleja elaboración, frutas…sabores que coincidieran con la plenitud que asumía definitiva. Preparó el café que compró en la tienda, cualquier marca, sabor quemado. No importa, era el que había y era barato. Tostadas con pan producido en masa, blanco, desabrido, anónimo, un no – pan, lo bautizaría algún autor posmoderno. Huevos, por la costumbre, con sal y pimienta, nada más. Llegaron los conductores del otro programa de radio. Son más graciosos que los anteriores y de vez en cuando le arranca un dejo de risa. Los oye mientras sus ojos pasan por alguna noticia en el teléfono. Si alguien le preguntara de qué se trataba, no podría responder, pues no la lee, solo hace el gesto, para tranquilizar sus propias expectativas. Se imaginaba haciendo grandes cosas, de la mano de alguna de las mujeres que amó y que le amaron. Sabía del mundo, del arte, de la vida. Tenía decisión y un magnetismo especial. Escuchaba música y podía hablar indistintamente de jazz o de pop, asistir a una obra de opera o a un concierto de rock. Se imaginaba en el centro de un movimiento que lograra articular el arte, la política, la filosofía, creía que podría ser una especie de Leonardo Da Vinci. De hecho, así bautizó a su proyecto de vida. Le gusta la imagen del balance precario: una roca diminuta, débil, que logra mantener, por el costado más pequeño, a una gran roca. Y durante largos años, a veces siglos, ese encuentro imposible desafía la lógica y la gravedad. Su “Proyecto Da Vinci”, era un nombre rimbombante para lo que quería que fuera su vida, pero su viabilidad dependía de con cuánta fuerza él podía empujarlo. Cada ruptura, cada alejamiento, cada mensaje no respondido, cada nota de voz no enviada, minó el equilibrio. Llegó un día de despedida. Dos formas divergentes de entender el mundo, y no quedaron más que desayunos normales, que poco a poco perdieron su emoción. La gran roca cayó sobre la pequeña. Realidad, le dicen. “Así es la crisis de los cuarenta”, recuerda que le dijo un conocido hace unos días, cuando cansado de su soledad decidió contarle su angustia a la primera persona que le prestó atención. No hizo diferencia saber lo que ya sabía. Cerró la aplicación de la radio, se puso zapatos y metió llaves, celular y billetera en los bolsillos de su saco. En silencio salió de casa. En silencio, nunca tenía de quien despedirse. Sacó enseguida del bolsillo el celular, con una esperanza similar a la que tenía siempre al despertar, aunque a esta hora sabía que ese era un deseo fallido. Recordaba cuando en una época, en cualquier momento de la jornada de trabajo le llegaba un mensaje de amor, deseándole éxito, que las cosas se resuelvan bien, o solamente un te amo, te extraño, te espero en casa para comer algo rico. Sin despegar los ojos de la pantalla subió al ascensor y luego al auto. Todas las aplicaciones sirven para dispersar la mente, así es que en ese trayecto vagó de estos recuerdos a pequeños pedazos de noticias, fotos de (des) conocidos, videos de tragedias, y peleas virtuales por las cosas más absurdas. Manejó, parqueó, subió a su oficina. Tomó su puesto e hizo lo de siempre. Ni siquiera importa qué. Lo hace desde un tiempo en que todo era tan distinto, y sin embargo, esto no cambia. La reiteración provoca especialización, dice la teoría. No provoca nada más, por lo tanto, saber tanto no garantiza tranquilidad, menos plenitud. Ni siquiera almuerza, pierde tiempo, aunque no sabe exactamente para qué quiere ganarlo. Termina el día, maneja de regreso. Ya ni siquiera le molesta el tráfico. Entra a casa agotado y piensa en todas las otras vidas que no tuvo. Se queda sin energía solo de pensarlo. Comerá lo que sea que tenga, o pedirá, una vez más, mucha más comida de la que puede comer. Da lo mismo. En algún punto se quedará dormido, del mismo costado en que dormía siempre, no traspasará esa frontera de la cama, aunque si lo hiciera, solo encontraría sabanas perfectamente estiradas, frías. Mañana despertará antes de que su teléfono se active. En la gris luz del amanecer, todo empezará otra vez. 20/11/2021 3 Comentarios 01:46El silencio interrumpido solo por el zumbido de algún aparato electrónico. La calma del final de muchos días en que la ansiedad lo envolvía todo, como la niebla que afuera, morosa, oculta la montaña, las luces lejanas, y que, parecería que hasta amortigua el ruido del motor del único auto que se mueve en una calle que nadie transita a esta hora (¿cuál será esa historia).
Semi - penumbra y muchas imágenes: pienso en el haiku sobre la rana saltando en el charco, bajo la luz de la luna, mientras mis oídos "espían" el croar que viene desde un sitio indefinido; unas plantas de hojas recogidas que se abrirán al sol puntualmente, apenas salga; el respiro acompañado de la certeza que este momento, 1:46, no hay ideas por sistematizar, conceptos que aclarar, papeles por entregar, personas por cuidar… solo zumbido, niebla y ranas. De repente hasta eso para. Aprieto publicar. |
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Noviembre 2023
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